Martín Franco Vélez: fragmento de su libro 'La sombra de mi padre' - Música y Libros - Cultura - ELTIEMPO.COM

2022-09-10 09:30:06 By : Mr. Alex Jam

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Franco, de niño, cuando salía a montar a caballo con su padre.

El periodista y escritor Martín Franco Vélez está poniendo esta novedad en librerías.

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Tengo siete u ocho años. Quizás diez, no lo sé. La Ciudad de Hierro ha llegado a Manizales. En la entrada, como ya es costumbre, están los dos enormes ojos de gato por los que se accede al fantástico mundo que hay detrás. «River View Park», anuncia un letrero enorme e iluminado. Quizás no era así; tal vez, por la premura con que armaban ese parque de diversiones ambulante, su aspecto era más bien austero, pobre, pero mi recuerdo de infancia lo ha ajustado hasta volverlo enorme.

Durante meses solía esperar ansioso el momento en que iríamos juntos, igual que juntos visitábamos, sin falta, los circos que llegaban a la ciudad. Allí papá me compraba un pequeño aparato en forma de prisma, una especie de catalejo en miniatura por el que, al mirar, se veía borrosa la foto que nos tomaban con la atracción de turno: la Chilindrina, Mario Baracus, la que fuera. Pero la Ciudad de Hierro era otra cosa: los carros chocones, el carrusel, el algodón de azúcar. Mi padre me lleva de la mano. Nos montamos juntos en los carros chocones; a mí me dan miedo los impactos, pero siento que a su lado nada puede pasarme. Papá me protege. Suena el timbre que anuncia la puesta en marcha de la atracción y de repente el carro se activa. Mi papá maneja con la mano izquierda y pasa la derecha sobre mis hombros; yo me pego a él, confiado, seguro. El miedo se diluye en ese abrazo; no importa cuántas veces nos estrellen. Salimos, damos vueltas por el lugar que está montado sobre tierra y huele a una mezcla de azúcar y fritos, y luego comemos algo. Cuando llegamos al carrusel lo vemos atestado. Hay un montón de personas esperando su turno. Apenas se detienen los caballos, la fila avanza a trompicones y nosotros con ella, acercándonos cada vez más a esos equinos estáticos, con la boca abierta, atravesados por un tubo de metal del que se agarran los adultos para sostenerse. Ya casi llegamos, al fin: estamos en primera fila. El carrusel se detiene de nuevo; la gente se baja y mi padre sale corriendo conmigo a coger un caballo: vamos en medio del tumulto, junto a un montón de niños ilusionados que buscan alcanzar lo mismo de forma desesperada. Entonces mi padre agarra uno al que, casi al mismo tiempo, llega una señora con su hija. Discuten. Cada vez más sulfurado, papá alega que él llegó primero y les pide a los gritos que se vayan. Yo estoy parado junto a él. No me gusta que mi padre pelee: soy un cobarde. Cuando eso pasa, cuando papá explota, siento que me vuelvo muy pequeño, que el corazón se me acelera, que no quiero estar ahí. Y, sin embargo, ahí está papá, de nuevo, peleando con una desconocida por una atracción mecánica. Aprovechando que yo estoy paralizado, la niña que va con la señora se sube rápido al caballo; ya con ella arriba, aferrada a su animal de metal, papá entiende que es inútil: entonces me toma de la mano, furioso, y sale conmigo del carrusel. «¿Usted es bobo o qué?», pregunta arrastrándome, y yo me quedo en silencio, abatido, sintiendo cómo sus palabras me atraviesan el corazón. Ya no tengo ganas de seguir ahí, pero vamos a otra atracción, seguramente, y se me olvida. Las palabras, sin embargo, quedan flotando en el aire. Muchos años después siento que a mí también sucede: a veces, demasiadas, no puedo evitar reprimir con mi hijo los mismos estallidos de furia que sentía mi padre. Me he convertido en él. Somos iguales. Papá suele estallar en momentos de furia muy cortos que lo llevan a decir cosas de las que luego se arrepiente. A mí me pasa lo mismo. Tener un hijo —ahora lo entiendo— es poner a prueba la paciencia de manera constante. Tener un hijo es pasar del amor más grande a la rabia intensa en cuestión de segundos. Es regocijarse con la experiencia de ser padres, pero, al mismo tiempo, anhelar la vida que llevábamos antes, la libertad que teníamos. Tener un hijo es temer constantemente por el futuro. Es sentir que lo estamos haciendo todo mal a pesar de que tengamos buenas intenciones (aunque éstas, al final, no sean suficientes). Leí en alguna parte que la venganza con los padres la pagan nuestros hijos. Tal vez sea cierto. MARTÍN FRANCO VÉLEZ *Cortesía Editorial Planeta

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