La muerte de Palo Pandolfo y la música que dejó – Caras y Caretas

2022-07-23 08:12:56 By : Ms. Joy Chan

La inesperada muerte del exlíder de Don Cornelio y La Zona y Los Visitantes volvió a poner en el centro de la escena una obra camaleónica y abismal. Y a un artista que dejó un legado de honestidad radicalizada.

Hace un año, a los 56, moría el cantante, compositor y poeta Roberto Andrés Pandolfo. La partida dejó a toda una generación –aquellos que asomaron a la vida entre el fin de la dictadura y el regreso de la democracia– en estado de incredulidad, estupor y tristeza. Palo Pandolfo, simplemente Palo, “Palo bonito” como decía el canto que le ofrendaba la gente en cada concierto, fue el mascarón de proa de aquella cofradía en llamas que deambulaba por el Parakultural, por Cemento, por Medio Mundo Varieté buscando todo lo que la dictadura le había cercenado: libertad, hedonismo, locura, riesgo, arte. Esa grey que vio también cómo se desflecaba la ilusión alfonsinisma.

Al frente de Don Cornelio y la Zona, un ignoto Palo Pandolfo –con una impronta de Ian Curtis de arrabal, mirada torva, temeraria– se abrió paso entre el pop de Soda Stereo, el salvajismo de Sumo y la bohemia de izquierda de los Redonditos de Ricota y con solo dos discos –diferentes pero complementarios– fundó una plataforma estética extraordinaria.  Ambos discos –Don Cornelio y la Zona(1987) y Patria o muerte(1988)– tenían anclajes con la tradición del rock argentino, sobre todo el Spinetta de Pescado Rabioso. Pero también dialogaban con la new wave y el pospunk británicos. Don Cornelio desarrolló su breve vida sobre el volcán de un país como la Argentina: en tiempos radicales y de peronismo renovador, desde la aparente afectación de los raros peinados nuevos, tituló el violentísimo segundo álbum con una consigna de las organizaciones de los años ’70. El gesto los define como banda: incorrectos, ásperos, nacionales y populares.

De entrada Palo fue puro filo. Sorprendió con una pluma oscura, metafísica, por momentos gótica, que podía hablar de la espera del amor que no llega, el amor que se va, el incesto, el suicidio y la depresión, la traición. La calidad de las canciones del primer disco –“Ella vendrá”, “El rosario en el muro”, “Tazas de té chino”, “Cenizas y diamantes”– los transformó, en una sola movida, de banda revelación a ser apuntada como candidata a jugar en las grandes ligas. Justo cuando el rock argentino  esquivaba la malaria de los últimos 80 y se reformateaba como producto de exportación. Pero Palo Pandolfo nunca fue presa fácil del sistema: en un ejercicio de honestidad artística brutal y, de alguna manera, de auto boicot, los Don Cornelio se despacharon con un disco visceral, vibrante y tóxico –y, hay que decirlo, extraordinario– que fue finalmente la tumba de la banda.

Desde entonces Palo abrió su mente y se constituyó en un sólido puente de géneros. Aquel pop & rock inspirado y angustiante cedió a una multiplicación rítmica, un vitalismo que provenía de la raíz. Entre los despojos de su antigua banda fundó Los Visitantes, y se encargó de ensanchar los límites del rock hacia el territorio resbaladizo que, a falta de mejor definición, se llama “música popular argentina”. Pandolfo hizo fraguar en canciones el tango y el folklore con sonido y actitud rocker. Lo hizo con una espesura poética y un pulso político que fue de ideas de izquierda a un nihilismo desesperado. A pocos músicos les cabe el rótulo de “artistas”. Palo lo fue.

Los Visitantes fue una cuña en el menemismo. Palo continuó explorándolo todo. Nunca fue un músico fácil de digerir: lo suyo fue, también, la incomodidad, la piedra en el zapato. En el vivo –finalmente “su” lugar– pendulaba entre la catarsis desaforada y el gesto hippie del ritual colectivo, la música como una manera de llegar a las honduras del espíritu. Para Palo el escenario funcionó como un conjuro del dolor, las heridas, la soledad existencial. Hijo de un padre obrero con ideas marxistas –con el que chocaba por sus formas “autoritarias”– y de una madre que oficiaba de médium en puntuales ceremonias para convocar muertos de la familia (los evocaría en la canción “Playas oscuras”: “Ella juega con medallas, velas y libros sin tapas / El pendiente de las luces, sin Dios, cambia por el cielo”),  fue el perfecto exponente del adolescente de clase media baja en dictadura que no se quedó tomando cerveza en la esquina. Fue mucho más allá. Si bien Palo fue un brillante letrista urbano y barrial (con decenas de canciones dedicadas  a Buenos Aires y su periferia: “Abajo en la ciudad”, “Que se abra Buenos Aires”, “Gris atardecer”, “Auto Unión”, “Albergue Warnes”, “Castro Barros-Miserere Norte”, para limitarse a Los Visitantes), su óptica tenía siempre una pátina espiritual, energética y, por qué no, sexual.

Su amplitud lo constituyó, sin buscarlo, en un prisma entre generaciones y estéticas. Palo contenía y descompuso todos los colores (como dice unos de sus temas más famosos, “beberé la luz de todos los colores cantando”). En tiempos de compartimentos estancos, liberó cada uno de los cerrojos de los prejuicios. Podía hacer cuarteto, tango, cumbia o punk rock y nunca dejaba de ser Palo Pandolfo. “La música popular es una cadena de influencias –explicaba–. Es tradición oral. Se aprende en la calle, en los bares, teatros, en las escuelas, revistas, en la radio, televisión, las redes. Se va transmitiendo de boca en boca. Todos somos influencia de alguien y todos influenciamos a alguien. Es cierto que tuve reconocimiento de colegas. Músicos de los 90 han sido influenciados por Cornelio y músicos del 2000, por Visitantes”.

Hubo un disco de Los Visitantes, Espiritango, de 1994, que fue clave en ese tráfico de influjos. Ya desde su título, define un aura que penetró en una infinidad de artistas que luego diseñaron el panorama de la música urbana del cambio de siglo: Pequeña Orquesta Reincidentes, Estelares, Me darás mil hijos, Falsos Profetas, La Chicana, Orquesta Fernández Fierro, Alfredo Piro, Cardenal Domínguez, Cucuza Castiello, Bombay Bs. As., y tantos más. Cada uno con su impronta, la marca fue tan sutil como trascendente. Fue entender, definitivamente, que la música de Buenos Aires no pertenece a ningún género, que es un cruce de estilos, una respiración, un fraseo.

Palo Pandolfo fue único en su especie. Un trabajador de la música, un constructor de cultura. Nunca paró. Con La hermandad, su última banda, editó dos discos maravillosos. Nunca dinamitaba el pasado, siempre sumaba. Cuando murió estaba a punto de presentar en vivo “Tu amor”, el tema en el que cantó junto con Santiago Motorizado. Rebasaba de proyectos. 

Falleció en la calle Díaz Vélez casi Hidalgo, Caballito, inesperadamente. El legado de Palo excede la música: es un legado de honestidad radicalizada, de obstinación, de tomar la música como un arte pero también como un oficio. Y la convicción de que la vida se nutre de lo colectivo, tiene sentido si se espeja en el otro. Como decía en su canción “Somos el cielo”:

Si estamos juntos si nos aguantamos si es mejor ayudarnos sin razón Si estamos juntos si nos rescatamos si es lo mejor compartir nuestra pasión Tracción, explosión en cueros tensión de leones ciegos mujer de siete velos tensión, somos el cielo.

Por ahí andará Palo, por ese territorio celeste, siempre incómodo. Buscando, peleando, amando. Títere en la luz: pura tragedia, poesía y belleza.