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2022-09-24 11:10:37 By : Mr. George Qiao

Aunque el nuevo telescopio espacial James Webb ha acaparado portadas con sus recientes imágenes, su antecesor, el venerable Hubble, lanzado en 1990, sigue operativo y promoviendo nuevos descubrimientos. Como, por ejemplo, la observación en marzo de Earendel, la estrella más lejana.

Pocas estrellas tienen nombre propio. En este caso, se deriva del inglés arcaico y significa, más o menos, “estrella del amanecer”. Los fans de las sagas de Tolkien recordarán que uno de los protagonistas de El Silmarillion responde a un nombre muy similar, pero se trata de una pura coincidencia.

Lo sorprendente de Earendel es su lejanía. La luz que ha captado el Hubble se emitió cuando el universo tenía menos de mil millones de años, o sea que ha estado viajando por el espacio durante casi 13.000 millones de años hasta dejar su leve rastro en los sensores electroópticos del Hubble.

Es muy difícil que se den las circunstancias que han permitido echar este vistazo a una estrella tan antigua. Por eso, desde el primer momento, se consideró un objetivo de primer orden para el James Webb, lanzado el 25 de diciembre de 2021. Por suerte, dada la época del año, la constelación austral de la Ballena donde se esconde Earendel está al alcance del telescopio. Con su mayor poder de resolución y su capacidad para ver en el infrarrojo, el James Webb tomó el 30 de julio una nueva imagen aún más detallada, tanto de la estrella en sí como del arco de luz que la envuelve, que es el responsable del favorable efecto óptico que amplía su brillo. Una traza de luz deformada que también ha recibido nombre: Arco del Amanecer.

En diciembre, el Webb volverá a apuntar su espejo hacia allí para intentar un análisis espectral que confirme o descarte la presencia de elementos pesados. De momento, y solo con las imágenes del Hubble y el Webb, Earendel ha generado ya más de 4.700 artículos en publicaciones científicas (casi el 40%, de autores asociados con instituciones europeas). No en vano se trata del objeto individual más remoto que —hoy por hoy— podemos distinguir en el cosmos. Aunque ya hay informes de que se han identificado tres o cuatro estrellas más, muy antiguas y también favorecidas por otra “lupa” cósmica.

Con astros tan remotos, los astrónomos no hablan tanto de distancias como de “corrimiento al rojo”, una medida de cuánto se ha “dilatado” su luz como consecuencia de la expansión del universo. En el caso de Earendel, ese índice es de 6,2, lo cual la sitúa a 28.000 millones de años luz de nosotros. La que ostentaba el anterior récord —apodada Ícaro, en la constelación de Leo— no llega a la mitad de esa cifra.

Parece una paradoja: ¿Cómo es posible ver un objeto a esa distancia cuando el universo existe desde hace mucho menos tiempo? Su luz, cuya velocidad no puede superar ningún cuerpo físico, no debería haber tenido tiempo de llegar aún hasta nosotros.

La respuesta está en que el espacio no es estático, sino que está en continua expansión. Cuando la luz de Earendel empezó su viaje, el universo era muy joven y, por eso mismo, mucho más pequeño que ahora. Desde entonces, el espacio ha ido creciendo y en su expansión ha ido separando más y más a las galaxias que contiene.

Pero lo que más ha extrañado es que Earendel es una estrella aislada, no una galaxia. Las galaxias más antiguas no aparecen en las fotos del Hubble como las bonitas espirales que conocemos, sino como irregulares masas de gas de tonos rojizos en las que no se distingue estructura. En realidad, ese color es falso, resultado del tratamiento de las imágenes. La mayor parte de la luz que emiten ha migrado al infrarrojo, precisamente porque la expansión del espacio ha ido estirando sus longitudes de onda hasta llevarlas a ese extremo del espectro.

Earendel es una estrella enorme. Mejor dicho, era, porque hace eones que sus fuegos están extinguidos. Es probable que sea una muestra de la legendaria Población III, las primeras estrellas que aparecieron después del Big Bang. Debían estar formadas solo por hidrógeno y helio primigenios. En su composición no intervino ningún otro elemento, por la sencilla razón de que aún no existían átomos de otros metales. Estos átomos más pesados se formarían como resultado de las reacciones nucleares que ocurren durante la evolución de esas estrellas. Al estallar, tras una vida breve y violenta, diseminarían por el cosmos todos esos productos que servirían de bloques constructivos de la próxima generación estelar.

Se estima que Earendel tenía una masa entre cincuenta y cien veces mayor que el Sol, con una temperatura superficial de 20.000 grados (el Sol tiene apenas un tercio de esa cifra). Eso la haría extremadamente luminosa, con un brillo blanco azulado. Pero, por muy brillante que fuese, una estrella aislada que no ha llegado a la fase de supernova debería ser invisible desde semejante distancia.

El que podamos verla se debe a una insólita casualidad. Entre esa estrella y nosotros se interpone un pequeño grupo de galaxias cuya gravedad actúa como una lente que a la vez concentra y distorsiona la luz de los objetos más lejanos.

Además, Earendel está precisamente en una estrecha zona de esa lupa gigante donde la luz se refuerza más. En óptica se la conoce como una cáustica y en la imagen del telescopio aparece como un delgado arco luminoso. Es el mismo efecto que se da en el fondo de una piscina, cuando las ondas del agua en la superficie forman bandas más brillantes, o como la luz que atraviesa un vaso, que crea formas abstractas sobre la mesa.

Gracias a este efecto, la luz de la estrella podría verse incrementada entre mil y cuarenta mil veces, suficiente para que el Hubble pueda distinguirla. Eso sí, tras haber acumulado nueve horas de exposición mirando hacia la misma región del firmamento. Literalmente, el telescopio ha ido acumulando uno a uno los fotones que llegan desde Earendel tras su largo viaje a través del universo.

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Es ingeniero y apasionado de la divulgación científica. Especializado en temas de astronomía y exploración del cosmos, ha tenido la suerte de vivir la carrera espacial desde los tiempos del “Sputnik”. Fue fundador del Museu de la Ciència de Barcelona (hoy CosmoCaixa) y autor de cuatro libros sobre satélites artificiales y el programa Apolo.

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